ÁBACO 47. La Habana. De lo vivo a lo pintado

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Revista Abaco nº 47
Editorial Cicees, Gijón, 2006
21 × 21 cm │ 128 pág

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La Habana, bien lo sabemos quienes vivimos o hemos vivido en ella, más que una ciudad es un estado del espíritu. Es la esquina de San Rafael y Galiano, pero es también el chachachá La engañadora de Enrique Jorrín; es el viento lamiendo desde el Malecón hasta 12 la calle 23, pero es, además, la madrugada perfumada por el pan recién salido del horno y herida por el rugido de ese artefacto luciferino y antidiluviano de transporte colectivo que graciosamente el pueblo —por su forma— ha dado en llamar «camello»; es la fábrica de laboriosidad y fatiga, y la mujer que frente al mar dice antiquísimas palabras mientras lanza flores a la diosa yoruba de los viajes con retorno.

Cabe por igual La Habana en la amorosa canción de César Portillo, en el desgarrado testimonio de Carlos Varela, en la narrativa de Cabrera Infante, en el monumental poema de Eliseo Diego, y en las telas agredidas por el color de Amelia y René Portocarrero, hayan sábanas blancas o no expuestas en sus eclécticos balcones, buenos para comunicarse a gritos de casa a casa, para citar al amor y para observar el limpísimo cielo de la isla.

Ya lo dijo el peruano César Vallejo —y cito de memoria—: «el lugar por donde pasó un hombre ya nunca estará solo». Así es que La Habana es sobre todo su gente. Y hay tantas Habanas como pobladores. Porque, además de una urbe adolorida y preciosa, La Habana es un esfuerzo de apropiación, de invención colectiva, una superstición, una herida y un orgullo desde que en 1514 el español Pánfilo de Narváez decidió fundar la ciudad de cara al Golfo de México, abrazando la segura bahía de bolsa que por aquel tiempo se llamó Puerto de Carenas, y expuesta a los feroces vientos del Caribe.

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